1. Sobre los gobernados




¿Para quién es el gobierno?

AL DAR COMIENZO este nuevo ensayo intento ser lo más lógico y razonable posible, y empiezo por preguntarme cuál es el sujeto fundamental de la acción de gobierno, y no es difícil deducir que los protagonistas indiscutibles son los gobernados; es decir, el sujeto es el pueblo. Sin el pueblo no tiene sentido el gobierno. Pero el pueblo, a su vez, está compuesto por individuos, que son seres humanos, con su diversidad de caracteres y personalidades. Luego, finalmente, el sujeto fundamental de todo gobierno es el ser humano.

Esto me lleva a intentar entender, con una previa reflexión filosófica, ese sujeto que llamamos ser humano. Para ello es necesario que defina con la mayor precisión posible cómo es el ser humano y cuáles son las certidumbres que determinan su comportamiento, tanto natural como social.

El interés previo de esta investigación es obvio, pues todo buen gobierno debe tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes gobiernan.


Lo físico y lo psíquico o espiritual

El ser humano es por supuesto un organismo vivo. Como tal organismo está sometido a las deterministas leyes de la naturaleza. Su ciclo de vida es similar al de todos los organismos vivos: nace, crece, se reproduce y muere. Para realizar satisfactoriamente estas funciones dispone de un determinado tiempo y ciertos recursos naturales en forma de estímulos, como son las sensaciones de placer y satisfacción y de dolor e insatisfacción. Con estos dos simples estímulos primarios y naturales, de hecho son los primeros de los bebés humanos y del resto de los animales, aprende buena parte de cuanto necesita para sobrevivir y determinar su comportamiento más fundamental. Padecer hambre es doloroso y le obliga a procurarse el alimento. Hacer el amor es placentero, lo que facilita su reproducción, etc.

Pero este comportamiento determina tan solo su condición animal, y de no contar con otras certidumbres no estaría yo ahora escribiendo un modesto ensayo acerca de una nueva forma de democracia para la actual era digital. En efecto, en el transcurso de nuestra traumática evolución desde el estado animal, los seres humanos hemos desarrollado dos nuevas y revolucionarias percepciones, como son las emociones y las impresiones.

Estas percepciones no son directas, como son los sentidos físicos, trasmitidas por alguna forma de contacto directo, sino que son lo que podemos llamar como percepciones indirectas; es decir, que no requieren contacto físico directo alguno. En otras palabras, no son percepciones físicas sino «psíquicas». Pero, ¿qué es la psique; qué son estas percepciones; dónde se producen, y que estímulos y certidumbres causan?

Las percepciones psíquicas son también el resultado de alguna sensación física, pero en lugar de percibirse directamente por el sistema nervioso y ser trasmitidas inmediatamente al cerebro para establecer la adecuada reacción y respuesta, se «proyectan» previamente en un espacio insustancial, o más propiamente «psíquico», donde son valoradas y trasmitidas las correspondientes órdenes al cerebro, para que éste responda finalmente con la reacción más apropiada. En otras palabras, las percepciones psíquicas no se resuelven directamente en el cerebro, sino indirectamente en la psique.

Cuando tocamos algo caliente no nos paramos a reflexionar si será o no conveniente retirar la mano, porque la sensación de dolor indica al cerebro que debemos retirarla inmediatamente, lo que hacemos sin reflexión alguna. Pero si contemplásemos un hierro candente, y tenemos la experiencia o la información adecuada, la imagen roja de la zona calentada nos sugiere que tocarla nos producirá dolor, y ordenamos al cerebro que se abstenga de hacerlo. Por tanto, no hemos reaccionado inmediatamente al estímulo, sino indirectamente, tras una simple reflexión basada en el significado de una imagen. Esa es la función de la psique, en perfecta combinación con el cerebro y su capacidad de memorizar y segregar sustancias que estimulen físicamente nuestras sensaciones y emociones.

Pero la psique tampoco puede ser algo estático e insustancial sino que debe ser una «fuerza», o forma de energía, que activa las imágenes que causan las emociones y los procesos que suceden en la conciencia. Como las cosas vivas con sentidos indirectos están en permanente actividad, la psique constituye un «principio vital», tal y como ya la entendían los filósofos de la antigua Grecia. Por tanto, se induce que la psique debe ser los flujos de energía vital que circundan el cerebro, y no el cerebro en sí mismo, como pretenden algunos neurólogos. En resumen, podemos simplificar definiendo la psique como la «energía vital» que activa la imaginación y la conciencia.


Sobre el alma y el espíritu

Desde antes de Aristóteles ya se vinculaba la psique con el alma, y desde entonces hemos venido asociando inevitablemente psique con todos los fenómenos relacionados con un supuesto espíritu y con la conciencia. Si bien debe ser así, es absolutamente necesario, no solo definir con precisión qué entendemos por espíritu y por conciencia, sino, una vez entendidos, separar ambos fenómenos psicológicos y establecer con toda claridad las causas de ambos, sus percepciones y sus efectos.

En primer lugar, la aparición de la psique es, como decía, el resultado a su vez de la aparición de los sentidos indirectos, como el oído, el olfato y, sobre todo, la vista, pues estos sentidos necesitan contar con «algo» donde proyectar provisionalmente el resultado de sus percepciones. Por tanto, ya podemos establecer que todo organismo vivo que cuente con sentidos indirectos tiene necesariamente psique. Esto quiere decir que su comportamiento no es solo «lógico», de acuerdo a las leyes deterministas de la naturaleza, sino que también es «psico-lógico», o, lo que es lo mismo, que no solo actúa con determinación sino también con alguna forma de reflexión y libre albedrío, gracias precisamente a su psique.

La otra causa de confusión entorno a su vinculación con el alma es la remota creencia, desde las doctrinas sobre Orfeo de la antigua Grecia, de que el alma, no solo es una entidad insustancial e inmortal, sino también independiente del cuerpo. El mismo Platón la considera superior al cuerpo, y nuestra tradición judeo-cristiana le concede cualidades trascendentales, sobre las que se sustentan ambas doctrinas.

La teología puede inducirnos a creer en la existencia del alma como independiente del cuerpo y de otros seres extraordinarios y sobre naturales, como el Espíritu Santo, pero con la simple experiencia de la realidad sensible no se puede probar su «consistencia». En otras palabras, su existencia tan solo se basa en una certidumbre fundamentada en una hipótesis improbable, pero sí perfectamente creíble, puesto que la fe nos permite creer en la existencia de lo improbable. Naturalmente que la certidumbre teológica tiene su fundamento en la creencia de que las entidades extraordinarias que creamos en la imaginación son de inspiración divina, es decir, reveladas.

Pero la simple experiencia de los hechos nos prueba que la psique; es decir, el alma para el contexto de la teología, y que se supone es la responsable de las cualidades morales del ser humano, no se «une» al cuerpo en el momento de la gestación, sino que surge durante el proceso de desarrollo progresivo de los sentidos indirectos. Por esta razón podemos perfectamente determinar que carecen de alma, o son “desalmados”, los organismos vivos que no tienen sentidos indirectos, o que teniéndolos no los consideran para determinar su comportamiento, limitándose a seguir los impulsos físicos directos; es decir, los estímulos del placer y la satisfacción y del dolor y la insatisfacción sin más.

Pero la Revelación, puesto que es una cuestión de fe y la fe debe tener algún fundamento, también debe tener una razonable explicación que sea compatible con la experiencia de la realidad. La explicación debe estar vinculada a la idea de «espíritu», de donde proviene la del alma.

Si el razonamiento inductivo anterior nos había llevado a considerar la psique, el alma, como la energía vital o activa, el espíritu debe ser por inducción lógica, y considerada en el contexto físico, la energía en sí misma, o, más propiamente, la «energía en reposo o pasiva» que contiene toda forma de materia, sea orgánica o inorgánica, y que enunció Einstein en su famosa fórmula E=mc2. De manera que tenemos una psique personal «animada», el alma, con cualidades éticas y morales, y otra psique universal «inanimada» y sin alma, y, por tanto, sin cualidades éticas o morales.

Ese espíritu universal está presente en todo el cosmos, y que, para las culturas ancestrales chamánicas, no es otra cosa que el espíritu de la naturaleza, animada e inanimada. Pero, entonces, ¿de dónde proceden las cualidades éticas, estéticas y morales del alma humana?

Las cualidades del alma

De acuerdo a lo expuesto en el apartado anterior, y utilizando expresiones propias de la teología, puesto que provienen de la teología y no de la filosofía o la ciencia, podemos decir que el ser humano nace con espíritu, pero sin alma. Esta aseveración es por supuesto una herejía teológica, a pesar de que concuerda con el ritual del bautismo y del supuesto pecado original, pero sin embargo es algo fácil de constatar en la experiencia de la realidad.

Para satisfacer sus primeras necesidades, los bebés empiezan por desarrollar plenamente los sentidos básicos y directos del placer y el dolor a través del gusto y del tacto, y solo a partir del desarrollo progresivo de los sentidos indirectos del oído, el olfato y la vista adquieren la capacidad de otras formas de percepción y de expresión, cuyas sensaciones, agradables o desagradables, dependerán de su sensibilidad natural para apercibirse del valor ético y estético de aquello que ven o sienten; es decir, distinguir el bien del mal. Más adelante estos valores los determinará la conciencia y sus juicios de valor, y terminarán por modelarlos la educación y su cultura local.

Las nanas que le canta la madre al bebé le relajarán hasta provocarle el sueño; los sonajeros excitarán su curiosidad y, sobre todo, las expresiones de las imágenes de la madre y de las personas que le rodean determinará su primer sentido natural del bien y del mal, siendo «buenas» aquellas imágenes que le emocionan con agrado y le hacen sonreír y “malas” las imágenes que le emocionan con angustia y le hacen llorar. Por supuesto que la primera valoración del bien proviene de la «buena imagen» que le sugiere la madre, emoción de felicidad que es recíproca y constituye el principal fundamento de la poderosa afinidad materno-filial, mientras que, por desgracia para los padres, en bastantes ocasiones la primera imagen del mal puede ser la «mala imagen» que les sugiere el padre, que le angustia hasta hacerle llorar.

Por tanto, el alma, y con ella la capacidad natural para distinguir el bien del mal, surge progresivamente con el desarrollo y actividad de los sentidos indirectos. En otras palabras, el alma surge de las emociones y tiene como utilidad para el ser humano establecer el valor ético y estético de aquello que percibimos.

Así mismo, podemos considerar que la mayoría de los animales distinguen también el bien del mal a través de las valoraciones que hacen de lo que oyen, olfatean o contemplan, por lo que, no solo se induce que tienen psique y alma, es decir, su comportamiento también es de fundamento psicológico, sino que son seres éticos y emotivos como nosotro


La manzana de Eva

Si el alma valora la ética y la estética de las cosas que percibimos a través de sus emociones, esta experiencia es una mera sensación de la que no sabemos nada más que el valor de las imágenes, sonidos o perfumes, pero si no pasamos de la pura emoción a otra forma superior de percepción, desconoceremos otros aspectos fundamentales, aquellos que nos permitan determinar su «forma de ser». Si no tuviéramos esta importante percepción todo aquello que nos emociona no pasaría de ser algo «informal», o, dicho de otro modo, una sensación de algo que está ahí y es aparente, pero que no podemos saber qué es ni si existe verdaderamente, puesto que carece de forma de ser.

Es como estar delante de un fantasma, algo de lo que solo tenemos la certeza de su existencia durante el tiempo que lo vemos, oímos u olemos, pero que tal como se aparece, desaparece. ¿Dónde está la música, el perfume o las imágenes de los sueños que nos emocionan? Sólo sabemos que están mientras las percibimos por la emoción que nos producen, después desaparecen. Para descubrir qué son las cosas que nos emocionan fue necesario realizar la extraordinaria proeza psicológica de convertir las emociones en «impresiones», y ésta es la más revolucionaria faceta en la evolución de la psique, tanto de los animales como del ser humano, porque gracias a las impresiones pudimos pasar de un mundo fantasmagórico y aparente a otro formal y existente.

Para ilustrar este proceso nada mejor que recurrir al mito bíblico de la manzana de Eva, que demuestra una vez más la asombrosa analogía entre Revelación y la experiencia real de los hechos.

Las plantas tardaron millones de años en diseñar, y no me pregunten cómo lo consiguieron, su estrategia para diseminar sus simientes. Cada nueva mutación de especie generó la suya propia, que era radicalmente distinta de las demás, pero con un asombroso espíritu competitivo. Los frutos debían tener en consideración las percepciones fundamentales de los animales encargados de esta importante función: Sensación, emoción e impresión. Por tanto, tenían que ser sustanciales y tener un agradable sabor; una imagen poderosamente atractiva y, por último, una forma ergonómica y manejable. Cada planta tiene su propia «idea» de estas condiciones, pero, a través de sus frutos, todas las cumplen con una asombrosa efectividad.

Siguiendo este sencillo ejemplo, hasta ahora hemos establecido el origen y la causa de la primera y segunda condición; es decir, de lo sustancial, que es percibido por el sentido directo del gusto, y el segundo, que es percibido por el fenómeno psicológico del alma y su emotividad. Siguiendo el símil del relato bíblico, tenemos que Eva se siente poderosamente atraída por la «buena» imagen de la manzana del árbol prohibido, lo que significa que nada atrae nuestra atención ni nos impresiona si no tiene para nosotros una buena imagen. El siguiente paso es degustar aquello cuya buena imagen nos sugiere que puede ser algo positivo, en este caso gustoso y alimenticio.

Con esta simple experiencia, Eva aprende de forma natural a distinguir el bien del mal, precisamente lo que, al parecer, Dios temía que sucediera. Tras esta pecaminosa acción, tanto Eva como Adán adquieren el «conocimiento» de las cualidades alimenticias del fruto por su forma y su imagen, y, por el mismo proceso, pueden llegar a conocer las del resto de los frutos del Paraíso.

Al conocer una diversidad de frutos, Eva; es decir, cualquier organismo vivo con sentidos indirectos, tuvo el prodigio de descubrir lo que Aristóteles enunciaría como el principio de la lógica: «Lo que no es igual, es necesariamente distinto». En otras palabras descubre que dos frutos pueden tener el mismo color e incluso el mismo sabor y, sin embargo, ser distintos. Pero ¿dónde estába entonces la diferencia? Obviamente, ¡en la forma!


Las impresiones formales

El apercibirnos de las diferencias de las formas fue sin duda un punto crítico en la evolución hacia el ser humano actual, a pesar que debieron pasar todavía algunos millones de años más para que tal descubrimiento culminara en su propósito inicial.

Lo que sucedió fue que ese organismo pionero se apercibió de una tercera diferencia de las cosas entre sí, que no podía distinguirla ni con los sentidos del cuerpo, ni con las emociones del alma. Para hacerlo tuvo que observar dos cosas distintas entre sí y ser capaz de compararlas y descubrir sus diferencias formales. Pero algo tan sencillo para nosotros supuso un extraordinario logro para este organismo pionero, pues al observar, no la imagen sino la forma, lo que hizo fue crear una «impresión» de lo observado y trasladarla a su psique, donde las compararía y establecería las diferencias, para, una vez realizado este proceso, guardar cada forma en un espacio distinto de su prodigiosa memoria, de manera que pudiera «reconocerlas» cuando volviera a encontrarse con cosas con formas similares. Es decir, ahora ya era capaz de conocer las cosas, no solo por la experiencia de los sentidos y por su valor emotivo, sino también por su particular forma de ser.

Con este extraordinario prodigio desencadenó un importante suceso en su psique, como es el nacimiento de la propia conciencia, pues lo que hizo fue «concebir» las formas de lo que observaba y abstraerlas en «objetos mentales», con lo que, al mismo tiempo, añadía un nuevo fenómeno activo a su psique, como es la «mente». Una nueva forma de energía psíquica, cuya función específica es la concepción de las cosas físicas para convertirlas en objetos puramente psíquicos; es decir, activar la conciencia. Por este proceso, los objetos se convierten en abstracciones mentales fieles a las cosas reales de donde provienen, de donde surgirán los «conceptos» y, de estos, las ideas, proceso fundamental para la formación de la inteligencia humana. Por tanto, a partir de las primeras impresiones ya podemos decir que los organismos vivos, incluidos los seres humanos, somos entidades «sensibles, emotivas y conscientes».


De las impresiones a las ideas

Pero la aparición del fenómeno de la mente y de la conciencia no fue suficiente para llegar al ser humano. Los animales son tan conscientes como nosotros y saben distinguir perfectamente unas formas de otras. Observan las cosas y las conciben como objetos formales, que memorizan, de manera que no hay la menor duda que los perros reconocen a sus dueños, no solo por su olor e imagen, sino por su forma particular de ser. Lo que sucede es que los animales, al carecer de un lenguaje complejo, son incapaces de identificar el objeto con una voz específica, de manera que les resulta imposible transformar el objeto concebido en un sujeto, y sin esta capacidad los objetos no pueden ser relacionados entre sí, según sus causas y efectos, de manera que llegan a conocerlos pero no a entenderlos; es decir, tienen conocimiento, pero un entendimiento tan limitado como sea la capacidad de expresión de su lenguaje, corporal o por sonidos. Un pájaro se expresa a través de sus gestos y sus trinos, de los que, por simple que sean, conoce su significado, y que entienden otros pájaros de su misma especie. Un gato entiende los gestos, bufidos y maullidos de su rival, y obra en consecuencia. Estas limitadas expresiones de su lenguaje constituyen los fundamentos de su limitado entendimiento, así como de su mentalidad, pero su comportamiento está determinado, además, por sus instintos y su psicología, que pueden ser tanto o más complejos que la de muchos seres humanos.

Por tanto, lo que define la condición específicamente humana es su capacidad, gracias a la complejidad de su lenguaje, para transformar los objetos en sujetos, de manera que al nombrar los objetos que concibe es capaz de relacionarlos entre sí en la conciencia y establecer sus relaciones causa-efecto; o dicho de otro modo, es capaz de entender las cosas que conoce y las relaciones que pueden existir entre ellas, capacidad muy limitada entre los animales.

Pero no termina aquí el proceso del desarrollo de su entendimiento, sino que cada sujeto relacionado con un objeto se convierte automáticamente en una «idea objetiva»; es decir, que con el sujeto nacen también las ideas. Nacimiento que tiene tantas ventajas como desventajas, y cuya polémica todavía hoy estamos arrastrando, porque, casi inmediatamente después de su descubrimiento, nos llevó al «idealismo», una concepción de la realidad radicalmente opuesta al materialismo propio de la naturaleza sin entendimiento.

La condición de toda idea es que provenga de la nominación de un objeto, pero la propia condición subjetiva del lenguaje nos llevará a caer en la trampa de concebir objetos inexistentes, pero que debemos crear necesariamente para restablecer la lógica de las causas y los efectos.

Por ejemplo, un caballo blanco es un sujeto con un objeto que puede ser experimentado con los sentidos, pero la blancura del caballo, que también es una idea, es un sujeto que no puede ser experimentado en sí mismo, porque carece de forma de ser y de objeto, ya que no nos dice qué cosa tiene la blancura. Esta contradictoria situación llevó a Platón a creer que las ideas existían por sí mismas, sin cosas experimentables que las contuvieran. Pero gracias a esta errónea concepción filosófica, la poderosa imaginación del ser humano creó ideas «irreales», pero que servían de estímulo para el progreso en todos los sentidos; es decir, concibió la utopía. Por lo que nuestra historia, pese a la posterior rectificación de su aventajado discípulo Aristóteles, es, y sigue siendo, en buena medida la consecuencia de este error filosófico, es decir, del «idealismo platónico».


Resumen del capítulo

Cualquier forma de democracia que deba considerarse, no solo justa sino también razonable e inteligente, tiene que ofrecer las condiciones idóneas para que el ser humano pueda satisfacer sus necesidades físicas y psíquicas fundamentales.

Por supuesto que debemos empezar por satisfacer las necesidades físicas, pues no es cierto que el hambre agudice el ingenio, tan solo agudiza la agresividad y los comportamientos antisociales y violentos. El ingenio lo estimula la intuición y la curiosidad natural del ser humano. Pero también un exceso de satisfacción puede anular la voluntad y el entendimiento. Para ello se deben crear las condiciones idóneas necesarias para que la sociedad civil pueda emprender iniciativas económicas que aseguren la satisfacción de sus necesidades más allá de la mera supervivencia, así como proporcionarle un espacio vital seguro y un medio ambiente saludable, donde desarrollar sus otras necesidades psíquicas fundamentales.

La segunda condición de toda democracia es crear un ambiente adecuado para el desarrollo de la creatividad y emotividad del ser humano, que permita desarrollar su imaginación en obras de arte que le emocionen y le haga feliz. En esta gran actuación debemos incluir la religión, siempre que se limite a su labor pastoral y no intervenga directamente en política, pues buena parte de la población es creyente y encuentra en su fe la causa de su felicidad.

Y, por último, la tercera condición es, una vez más, crear el ambiente idóneo para que el ser humano pueda desarrollar plenamente su entendimiento, al mismo tiempo que le facilite el acceso a la adecuada información para ampliar cuanto desee sus conocimientos.

Naturalmente que la función de la democracia en sí misma no es formar empresarios, financieros, artistas, clérigos, filósofos o científicos, sino limitarse a crear las condiciones para que estos puedan surgir de la sociedad civil en igualdad de oportunidades y sin ningún tipo de discriminación.

Estas condiciones se consiguen con estas tres grandes actividades: economía y finanzas, para las necesidades del cuerpo; arte y religión, para las del alma; y ciencia y filosofía, para las de la mente. Una sociedad que no tuviera la posibilidad de satisfacer todas estas necesidades humanas fundamentales, o por las razones que fueran, decidiera prescindir de alguna de ellas, sería sin duda una sociedad enferma.




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