2. Sobre los gobernantes





El estado y su estructura

UN GOBIERNO DEMOCRÁTICO solo tiene sentido si gobierna sobre un cierto número de individuos que conformen algún tipo de sociedad. A su vez, una sociedad es un grupo de individuos vinculados por algún tipo de derecho fundamental, de otro modo sería una congregación, que es una agrupación vinculada por principios éticos, religiosos, o por instintivas leyes naturales, como es el caso de las comunidades gregarias de la naturaleza.

Por tanto, la condición fundamental de un grupo de individuos que conforman una sociedad es, como escribe Rousseau, que estén vinculados entre sí por los derechos y obligaciones contenidos en un «contrato social». Si no existe este vínculo legal y obligatorio no puede haber sociedad, sea política, recreativa o del tipo que sea; lo social es sinónimo de compromiso legal. Pero, al mismo tiempo, la sociedad como tal solo obliga a sus participantes o «socios» a respetar las normas del Derecho que los une, pero no a tenerse afecto, amistad o entendimiento mutuo. Estos son valores que se deben adquier fuera del derecho fundamental del contrato social, y que son promovidos por doctrinas religiosas o filosóficas que inciten a la fraternidad.

Así es que tanto el gobierno como los gobernados están supeditados a observar ciertas normas legales que conforman los estatutos de la sociedad o la constitución del estado.

Tampoco el estado tiene sentido en sí mismo si no está vinculado a un territorio, donde habita un grupo de individuos que conforman una nación. Su función fundamental es delimitar el ámbito de la soberanía nacional, necesaria para determinar a qué individuos les corresponden los derechos y deberes contenidos en su constitución. Por tanto, el estado es la entidad política que otorga la soberanía a una nación establecida dentro de un territorio, con el objeto de determinar los derechos y deberes por pertenecer a una nación.

El estado puede ser político o natural. El estado de las naciones primitivas estaba constituido por un determinado nicho ecológico de supervivencia, con límites territoriales imprecisos. Así, las naciones indias americanas colonizadas constituían en realidad estados naturales, que también podemos denominar ecológicos, sobre los que se impusieron los estados políticos instaurados por los colonos conquistadores.

La otra condición histórica del estado político, y que dio sentido a la formación del sistema monárquico absolutista, fue la necesidad de un líder supremo, o jefe de estado, de quien emanaban las leyes constitucionales y la soberanía nacional. El absolutista Luís XIV llevaba razón al sentenciar «El estado soy yo». Pero naturalmente que en los estados actuales, con sistemas democráticos y parlamentarios, donde la soberanía reside en el pueblo, el jefe del estado ha quedado reducido a una figura política representativa y simbólica, ya sea su presidente en una república no presidencialista o el rey en una monarquía parlamentaria. En resumen, el estado moderno es el resultado de la nacionalización de un territorio delimitado, ya sea por medio del consenso de un gobierno nacional democrático, por acuerdos dinásticos, o por la fuerza de un militar apoyado por su ejército.

Por su parte, la nación es la población de que está constituido el estado. De donde se deduce que no puede existir una nación sin estado, pues un territorio sin una nación, aunque esté poblado, no es un estado. Así, los palestinos no son una nación en tanto no tengan un estado; tan solo son el «pueblo palestino».

No puede haber más de una nación dentro de un estado, incluso en un estado federal. El estado federal alemán de Renania-Palatinado pertenece a la nación alemana; el estado federal de California pertenece a la nación norteamericana, etc.

Pero la nación es, a su vez, una entidad política que adquiere su personalidad cultural del «país». Por tanto los rasgos característicos de la nación: lengua, religión y costumbres, son los del país y no los de la nación o del estado. El país integra también las características naturales del territorio, «paisaje», que es uno de los factores determinantes de su identidad cultural y costumbrista.

En cuanto al concepto político de patria, proviene del de país, pues significa simplemente el país de nuestros padres o antepasados.

Políticamente el país debe coincidir con la nación, pero la heterogénea y circunstancial composición de la población de algunas naciones, permiten denominar determinadas regiones, autonomías o estados federados, como «países» (los estados alemanes se denominan «Länder», que se traduce por «países»). A su vez, un país, con su patria y su pueblo, puede estar repartido entre varios estados nacionales, dado que el concepto de país es cultural y no afecta a la integridad del concepto político de nación.

Y así se llega a la causa circunstancial del concepto político de «pueblo», que es el componente humano de un país. Por tanto, el pueblo adquiere sus rasgos culturales del país, sus valores tradicionales de la patria, su entidad política de la nación y su integridad soberana del estado. De esta reflexión se deduce que la soberanía de un estado reside en última instancia en el pueblo, y no en el país, la patria o la nación.

Pero esta concepción política tradicionalmente aceptada también está en crisis, y no recientemente sino desde la misma Revolución francesa, que dio pleno sentido al moderno concepto político de «ciudadano».

En efecto, ciudadano es un concepto político que relaciona directamente el pueblo con su nación a través del vínculo de la ciudad. Lo que determina el sentido de esta nueva concepción del individuo social es que la nacionalidad no solo se adquiere por nacer en una nación, patria o país, sino por el hecho de residir durante un determinado periodo de tiempo en una «ciudad», entendiendo que todos los individuos residen en alguna ciudad, grande o pequeña, donde están legalmente empadronados.

Así, un ciudadano alemán es un individuo de nacionalidad alemana porque reside, o ha residido, en una ciudad alemana, donde se ha naturalizado, aunque no hubiera nacido en este país. Pero, por esta misma razón, la ciudadanía es la causa de una nación, real o virtual. Por ejemplo, un ciudadano de la Unión Europea pertenece a la nación virtual europea, y un ciudadano del mundo lo es de una nación virtual mundial. Por esta razón la Unión Europea es ya en la práctica una potencial nación-estado, compuesta por diversas naciones, países y patrias, con sus características culturales y valores tradicionales.

En las democracias más avanzadas y dinámicas, donde es creciente la movilidad de la población y existe un intenso flujo de inmigración, la tendencia política es equiparar el derecho de residencia al de nacimiento para otorgar su nacionalidad y sus prerrogativas políticas y civiles, relegando cada vez más a un segundo plano los conceptos vinculados al país, como patria y pueblo. De manera que en estos estados, y sobre todo en el estado virtual de la Unión Europea, la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la ciudadanía, y las naciones están formadas por ciudadanos en lugar de por un pueblo de «paisanos» y de «patriotas».


El gobierno y la autoridad

En una democracia se supone que las personas deciden libremente y por sí mismas su comportamiento cívico, que no puede ser tan solo el que le dicta su conciencia y juicio crítico, sino que debe someterse también a las normas y leyes democráticamente promulgadas y contenidas en el derecho social. Esto quiere decir que las personas para ejercer razonablemente sus derechos y deberes de ciudadanos necesitan formarse libremente un criterio personal de conducta. Para ello deben tomar decisiones que fuercen su voluntad a obrar en consecuencia, aún en contra de sus principios y convicciones. En otras palabras, su libertad les obliga a «gobernarse» a sí mismos, para establecer su conducta social y así convivir en armonía en sociedad.

Por el contrario, en una dictadura las personas no pueden decidir libremente su conducta social, sino que deben seguir las doctrinas de un líder, al que están alienados, por convicción o por obligación, por lo que se convierten en individuos sin criterio personal que deben ser gobernados, porque carecen de la capacidad de autogobernarse libremente a sí mismos.

De esta reflexión se deduce que en una dictadura los individuos necesitan ser gobernados, pero en una democracia se presenta el conflicto de la existencia de dos gobiernos superpuestos, el personal y el del estado. El del estado intenta gobernar a las personas considerándolas como individuos, y el personal rechaza ser gobernado por el estado porque ello significa la anulación de su personalidad y libre albedrío. Los indignados son «personas», por lo que rechazan cualquier forma de gobierno alienante, y ese es precisamente el aspecto revolucionario de este movimiento, que no obedece a consignas de partidos, sindicatos o religiones, sino a su propio juicio personal de la realidad política y social en la que viven. Por esa razón sus movilizaciones son espontáneas y carecen, ¡y siempre carecerán!, de un líder en concreto. En tanto que las movilizaciones tradicionales a lo largo de la historia las han realizado «individuos» motivados por una doctrina personalizada en un líder.

Si queremos que la sociedad futura sea más libre y responsable y el estado no se convierta en policial y represor; es decir, simplemente en una dictadura hábilmente disfrazada de democracia, como ya son muchos en la actualidad, sin duda que debe prevalecer el personal. De donde se deduce que las personas libres simplemente no pueden ser gobernadas. De manera que la institución del gobierno del estado debe cambiar de función y cometido, y en lugar de dirigir, ordenar y mandar, debe limitarse a «gestionar» o «administrar» los intereses de los ciudadanos, porque en una sociedad libre y democrática, el gobierno ya está en cada uno de ellos. Los ciudadanos no pueden obedecer otras órdenes que aquellas que emanen del derecho y de la constitución.

Esto puede parecer una utopía, pero si en el futuro la sociedad civil no progresa en este sentido, lo hará en el opuesto, y será inevitable caer en una falsa democracia, con un gobierno tutelado por intereses económicos y soportado por una mayoría de individuos que prefieren obrar al dictado a asumir la responsabilidad de ser libres y gobernarse a sí mismos. Por tanto, los indignados quieren una libertad que ya no puede ofrecer esta democracia.

Por otro lado, los actuales gobiernos supuestamente democráticos reciben de sus electores la autoridad necesaria para que en su nombre lleven a cabo la realización de una determinada agenda política. Pero las agendas de los gobiernos son meros proyectos, que sirvieron para confeccionar sus programas con sus promesas electorales, y que están sujetos a las circunstancias cambiantes de la realidad política, social y económica. Por tanto, el gobierno no recibe un mandato específico, sino un voto de confianza y la «autoridad» necesaria para que realice a grosso modo, y en la medida de lo posible, las ideas fundamentales propuestas en su programa electoral.

Esto significa que el gobierno tiene autoridad suficiente como para cambiar sus planes políticos o incluir en el transcurso de su legislatura otros por razones circunstanciales y más convenientes si así lo cree conveniente, pero que no estaban en su agenda política inicial y que pueden estar en total oposición con los argumentos y razones por las que les apoyaron sus electores. Pero, como ya es más que evidente en la actual acción de los gobiernos, esta autoridad puede degenerar fácilmente en autoritarismo cuando el gobierno actúa fuera del mandato que le otorgaron los ciudadanos de acuerdo a sus programas y a su ideología, o, incluso, del control parlamentario.

La causa de esta malversación de la voluntad de los ciudadanos que los eligieron no solo está en el gobierno en sí, sino en su autoridad. Siempre nos referimos a los miembros de cualquier gobierno como «autoridades»; es decir, que tienen autoridad para proponer un proyecto de ley o cualquier otro tipo de iniciativa política, económica o social, pero sobre todo, y esa es la esencia misma de toda autoridad, para «mandar» y dar “órdenes”, lo que les puede hacer caer fácilmente en el autoritarismo.

De donde se deduce que si el gobierno no tuviera autoridad no habría posibilidad alguna de que cayera en el autoritarismo. Luego la primera y más importante propuesta de reforma política es que el gobierno deje de tener autoridad. Pero, en rigor, un gobierno sin autoridad ni siquiera puede calificarse de «gobierno», sino, como decía, de «gestor» o “administrador”. Por tanto, y una vez más, lo que una sociedad democrática necesita no es un gobierno para que nos ordene y mande, con autoridad o autoritarismo, sino una comisión para que nos gestione y administre, con el poder delegado por los ciudadanos libres y soberanos, que es muy distinto.

Luego lo que debemos sustituir es el propio gobierno y su autoridad por otro modelo de gestión de lo público sin necesidad de autoridad pero con poder, y que, por tanto, no pueda degenerar en autoritarismo.


Los partidos políticos

Las facciones o partidos existen desde que se formaron las primeras asambleas populares. La razón es que en toda discusión política siempre surge un grupo minoritario de individuos que lideran los debates y una mayoría que los apoyan o los rechazan, de acuerdo a sus ideas y argumentos, pero que carecen de iniciativa propia; es decir, grupos de «partidarios» de los diversos líderes de una asamblea. Naturalmente que el interés fundamental de un líder es contar con el mayor número de partidarios, pues de ello depende que se aprueben o rechacen sus propuestas.

En esta relación dialéctica los partidarios están alienados al líder, y su única opción es cambiar de líder, o lo que es lo mismo, sustituir una alienación por otra distinta.

Los partidos políticos serán la consecuencia histórica de la adopción del sufragio universal, en la que el voto de la asamblea se hace extensible a un gran número de población. No obstante, la relación de alienación entre el líder y sus partidarios es la misma, pero tan numerosa que requiere una cierta organización. Esta necesidad de organización generará una estructura más o menos jerarquizada, cuya competencia llegará a necesitar una asamblea interna, donde se elige el líder, se aprueban sus estatutos, sus órganos de gobierno y sus programas electorales.

A partir de la formación de los partidos políticos y su plena integración en el sistema democrático representativo, las personas con vocación política tienen que integrarse necesariamente en alguna de estas organizaciones, y, una vez integrados, lograr ser nominados candidatos dentro de sus listas electorales, por lo que se repite el proceso de la asamblea original, y los líderes siguen necesitando el apoyo de «partidarios» dentro del propio partido; es decir, siempre que haya facciones habrá individuos alienados a sus líderes. O, dicho de otro modo, mientras haya partidos habrá un líder libre y unos partidarios alienados. Por tanto, lo que hacemos al elegir un determinado líder de un partido es, en realidad, elegir a un potencial «dictador» y reconocer tácitamente nuestra alienación y sometimiento. Por esta razón, y una vez más, no deberíamos elegirlos para que nos gobiernen, sino para que nos administren.

Por si esto no fuera ya suficientemente grave, en la actual democracia los ciudadanos apenas tienen la posibilidad real de saber objetivamente a quienes han votado. Su elección se basa en el conocimiento que obtienen a través de la «propaganda» electoral y la manipulación de aquellos medios de masas interesados en su elección.

En la actualidad las opiniones a favor o en contra de las ideologías políticas y de sus partidos se manipulan con la misma facilidad que las modas, las tendencias culturales o las preferencias de los ídolos de masas. En nuestra sociedad de consumo, donde existe una total imbricación entre política y economía, los partidos se convierten en organizaciones fuertemente burocratizadas, cuyo objetivo es vencer la competencia con la misma estrategia que si se tratara de un producto más para el mercado. Y este modelo organizativo se encuentra lo mismo en partidos de derechas como de izquierdas, porque, según lo expresa Hawley, «tan pronto como la participación política de masas se organiza en una democracia de partidos competitivos [...] se convierten en formas que conducen al oportunismo».

La exigencia de la competencia política les obliga, por encima de todo, a la conquista del poder. Una vez conquistado el poder y alcanzados los fines se supone que encontrarán la forma de justificar los medios. Pero por desgracia suele ocurrir que los medios fraudulentos, engañosos y corruptos que utilizan, terminan por convertirse en los fines.

También existe una lamentable relación entre la mediocridad de la política de los partidos y la mediocridad del criterio de la sociedad masificada que los apoya y elige, que es la consecuencia de este fraudulento procedimiento democrático y del consiguiente distanciamiento de los ciudadanos más conscientes de sus representantes. Por tanto, la soberanía en la sociedad actual no reside en los ciudadanos, sino en las masas convenientemente manipuladas por los partidos.

Si los fabricantes están obligados a vender su producción para hacer rentable la inversión, en la medida de que los partidos políticos necesitan realizar fuertes inversiones para crear la imagen de sus candidatos, también están obligados a ganar, sin tener demasiado en consideración otro criterio que el de la pura rentabilidad electoral. Así, un reducido grupo de corporaciones y súper-millonarios, afines a los grandes partidos políticos, controlan la mayoría de los mensajes publicitarios de los medios de comunicación de masas que los llevan a la victoria electoral. Por tanto, los partidos políticos están en manos de quienes financian sus campañas electorales. ¿Quién, que no tenga todavía una sólida formación política puede resistirse a esta poderosa influencia? Las democracias actuales son las mejores que se pueden comprar con dinero.

Por otro lado, las actuales discrepancias ideológicas entre los diversos partidos políticos radican en sus diferentes concepciones sobre valores éticos y morales que deben o no ser considerados derechos fundamentales del ciudadano; criterios sobre medidas económicas y financieras para promover la creación de empleo; los límites que deben imponerse a la libertad de acción y de expresión; diferencias sobre la concepción política y la forma del estado u otros criterios e ideas sobre el bienestar social en general. Esta discrepancia se basa en la incapacidad de aceptar que ya existen valores universales, tanto éticos como económicos, que deberían ser adoptados por todos los partidos, sea cual sea su ideología.

Pero esta actitud está cambiando porque, debido a la dramáticas consecuencias de las sucesivas guerras y conflictos armados; los catastróficos efectos de la especulación financiera y a la destrucción del medio ambiente, estamos empezando a aceptar ciertos valores consensuados como universales y de obligado cumplimiento, sobre los que deba regirse tanto el comportamiento social como el económico a nivel global. En otras palabras, descartadas las ideologías totalitarias y radicales, cada vez somos más conscientes de que no hay más que una manera de gestionar la economía y la convivencia ciudadana sobre principios que ya son universalmente aceptados.

Como consecuencia de esta unificación globalizada de criterios y valores, debe llegar un momento en que ya no haya lugar para defender discrepancias fundamentales entre los diversos partidos políticos, lo que en la práctica significará su inutilidad e inevitable desaparición. Llegado este crítico momento, deberemos hallar una nueva forma de gestionar los legítimos intereses de los ciudadanos, sin caer en la torpeza de eliminar la democracia, ni en el egoísmo insolidario.

Una vez adoptados estos principios fundamentales y universales, ya no hará falta un gobierno sino tan solo una simple «comisión gestora», con poder, pero no autoridad, para gestionar aquello para lo que haya sido comisionada. Por tanto, dejará de haber «autoridades» vinculadas a partidos políticos para ser sustituidos por «gestores» independientes, integrados en sendas comisiones. Esto, que puede parecer revolucionario, es la manera en que estamos construyendo el «gobierno» de la Unión Europea, basado en una Comisión, un Parlamento y un Consejo, que actúa como Cámara alta, o Senado europeo. El hipotético componente revolucionario de esta tesis es simplemente la manera de adaptar este sistema a los estados nacionales, e incorporar los medios digitales puestos a nuestra disposición, no solo para facilitar la gestión sino para hacerla más barata, ágil, participativa y, sobre todo, transparente.


Las ideologías

Posiblemente uno de los errores más descomunales de la historia del pensamiento político haya sido el haber considerado el liberalismo como una doctrina política, cuando lo que Adam Smith describió en su ensayo «La riqueza de las naciones» fue simplemente una teoría económica. La política es siempre social, puesto que su fundamento lo tiene en su imbricación con la sociedad donde se realiza. Por tanto, toda política es necesariamente social; o, lo que es lo mismo, «socialista», en el más estricto y exacto sentido de la palabra. Lo que diferencia a unos socialismos de otros es el grado de importancia que conceden a la libertad individual sobre el interés general. Solo las ideologías totalitarias, como el comunismo ortodoxo, el totalitarismo autárquico o las teocracias dogmáticas y aisladas, pueden no considerarse socialismos, porque no están compuestos por sociedades libres por comunidades sometidas al dictado de sus ideologías o creencias. Por tanto, todas las ideologías políticas son socialistas, pero unas son más liberales que otras. Por la misma razón, todos los sistemas económicos son liberales, pero unos son más sociales que otros. Las diferencias están en la mayor o menor intervención del sistema político sobre el sistema económico; eliminando su tutela, como es el liberalismo radical o libertario, o privándolas totalmente de libertad, como es la economía planificada del comunismo. Si llamamos las cosas por sus nombres, cualquier persona vinculada a una actividad social es por definición un “socialista”, de la misma manera que cualquiera que lo esté a la economía es también por definición un “economista”.

De manera que podemos decir que ya solo existe una ideología política, que bien podemos llamar «socio-liberal», pero con diferencias de matices sobre el grado de socialización de su economía o de liberalización de su sociedad. Algunos países del centro y norte de Europa, que han soportado razonablemente bien la actual crisis económica y financiera, ya han adoptado en la práctica real esta ideología centrista, hasta el extremo de que el electorado tradicional de izquierdas y de derechas está perplejo, sin poder ver con claridad dónde está la diferencia.

Después de más de diez mil años de relaciones e intercambios que de una forma u otra podemos llamar «socio-económicas», la síntesis de todas estas experiencias han confluido en un modelo que consiste en una fórmula de equilibrio entre cuatro pilares fundamentales: inversión, producción, consumo y gasto público, que es deducido de una parte proporcional de la propia actividad económica.

Los gobiernos, o en este caso los gestores, no pueden hacer otra cosa que encontrar la fórmula de una presión fiscal equilibrada, que no perjudique la productividad y rentabilidad de las empresas, en una justa proporción entre grandes y pequeñas, nuevas y consolidadas. Además de fiscalizar y regular el mercado laboral lo más libre y tolerable posible, pero sin caer en los extremos, e incentivando sobre todo el empleo juvenil. En cuanto al consumo, aplicar la misma fórmula proporcional grabando menos aquellos bienes que sean de primera necesidad, como alimentos básicos, medicamentos de prescripción médica o bienes culturales fundamentales, y más los de lujo o innecesarios.

Con el rendimiento de esta política fiscal equilibrada y proporcional, que no es de izquierda ni de derechas, sino como decía con anterioridad, «socio-liberal», es de donde debe adquirir sus recursos financieros para el gasto social. Este capital debe emplearse, además de para los gastos corrientes del Estado, que deben ser lo más ajustados posible a los ingresos, pues no es más social el estado que más gasta sino el que mejor gasta, para financiar aquellas obras y servicios que rechaza el mercado, o que son fundamentales y no pueden dejarse al capricho de sus fluctuaciones, como la educación o la sanidad. Financiar el gasto público con créditos solo tiene justificación durante cortos periodos de tiempo, para estimular la economía y el empleo durante las fluctuaciones cíclicas de la economía, pero es una práctica nefasta cuando se convierte en un hábito establecido, porque en este caso el estado cae en manos de los especuladores financieros y ya no puede regularlos ni combatirlos, además de perder su libertad y soberanía. Ningún estado puede tener una economía social saneada ni ser libre y soberano si está fuertemente endeudado.

En cuanto a las desigualdades sociales, éstas no son debidas a la economía de mercado en sí, pues es perfectamente lícito que alguien se enriquezca si triunfa en alguna actividad económica rentable. Pero una vez adquirida la riqueza, la misma riqueza le otorga una posición de dominio que le permite competir con ventaja. Por eso los gestores públicos tienen que equilibrar este efecto fiscalizando más a quien más tiene, pues si una parte de la sociedad tiene problemas a la larga la otra acabará teniéndolos también. Por último, debe perseguir y castigar cualquier tipo de fraude fiscal, especialmente de los grandes defraudadores y evasores de impuestos, así como la especulación financiera arriesgada o el blanqueo de dinero, verdadera lacra del sistema financiero actual.

Por muy radicales que fueran nuestras propuestas no podemos prescindir de la economía de libre mercado y de su soporte financiero. De hecho, uno de los fundamentos sobre los que se apoya este movimiento, como son los avanzados medios de comunicación digitales, son el fruto indiscutible de este dinámico modelo, por lo que no se trata de destruirlo sino de hacerlo compatible con la democracia real y con las necesidades fundamentales de los ciudadanos.


Resumen del capítulo

El tiempo de las grandes reformas sociales para librar a los ciudadanos de los restos del feudalismo, y que han justificado todas las grandes revoluciones de la historia, ya hace tiempo que han concluido, y con él desaparecen las tradicionales ideologías que las promovieron. En las revueltas juveniles de Mayo del 68, a cuya generación pertenezco yo mismo, ya se empezó a cuestionar la necesidad de renovar completamente un sistema democrático que daba sus primeros síntomas de decadencia y su incapacidad para gestionar con eficacia, transparencia y honestidad los intereses de los ciudadanos. Los jóvenes de entonces intentamos experimentar nuevos modelos políticos y democráticos «alternativos», pero eran más imaginativos que realistas. «La imaginación al poder» era por entonces nuestro eslogan. Pero el momento para el cambio todavía no había llegado. Por entonces comunismo y capitalismo estaban en su pleno apogeo y competían con parecidas tácticas imperialistas y militaristas por dominar un mundo compuesto por una minoría de naciones cultas y ricas, que explotaban y exprimían una inmensa mayoría de naciones incultas, supersticiosas y horriblemente empobrecidas y atrasadas.

Por entonces las naciones del llamado «Tercer mundo» estaban desconectadas del mundo exterior y soportaban su indigencia con resignación, dominados por tiranos nacionales que se consideraban los dueños y señores del estado. El mundo todavía no estaba globalizado.

En medio del sórdido fragor de la guerra fría el también llamado «Mundo libre» intentaba ganar adeptos exportando su confusa ideología liberal y capitalista. Para ello convencía a los tiranos nacionales para que instaurasen sistemas democráticos multipartidistas, y a cambio serían candidatos a recibir cuantiosas inversiones y préstamos para el «desarrollo» concedidos por los países ricos. Los tiranos comprendieron enseguida que podían implementar la democracia sin cambiar ni un ápice su tiranía. Para ello bastaba con crear un partido político «oficial» e invertir unos cuantos millones, tomados del escuálido erario nacional, en propaganda electoral, con lo que ganaban por mayoría absoluta unas elecciones tras otras. Al mundo libre le pareció suficiente y los consideraron afines a su ideología, intercambiando visitas oficiales al más alto nivel, con revistas de tropas, himnos nacionales y grandilocuentes discursos de alabanza por haber abrazado la causa de la libertad y la democracia.

Pero tanta hipocresía tenía que generar, tarde o temprano, una explosión de indignación social, y aquí es donde intervienen los nuevos medios de comunicación de la era digital.

Tanto Internet como la telefonía móvil son las primeras tecnologías avanzadas creadas por las naciones ricas, pero que pueden ser fácilmente asimilables por las pobres. Y esta es la gran novedad que hace historia, porque su utilización masiva, sobre todo entre jóvenes de clase media urbana, sean de un país rico, pobre, o simplemente empobrecido súbitamente por alguna crisis económica, como es el caso de España, es de donde surgirá este movimiento de “indignación”, que los llevará a tomar las calles, y a acampar en emblemáticas plazas, para intentar cambiar de raíz este lamentable estado de cosas.

A través de las redes sociales intercambian las razones de su indignación y denuncian el maltrecho estado de sus democracias meramente formales, que, no solo les privan de derechos fundamentales y que consideran naturales, sino que la acusan también de ser la causante de sus crisis. Así es que en un momento dado se intercambian mensajes con convocatorias para mostrar su descontento, y consensúan uno o dos eslóganes fundamentales, pero el más significativo será el de «¡Democracia real ya!». Slogan que arrastrará partidos e ideologías de la escena política como es arrastrada la materia en un agujero negro, con rapidez y sin dejar ni rastro de los dos.

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